Caminé
durante semanas sin mayores acontecimientos hasta que un día llegué a un
bellísimo valle rodeado por altos picos que parecían protegerlo con celo de la
avaricia del hombre. Decidí hacer un alto en el camino y sentarme a la orilla
de un río de aguas cristalinas que serpenteaba con curiosidad entre dorados
campos de trigo y pequeños bosques de álamos. Al cabo de un rato vi acercarse
por el camino a un hombre joven.
Parecía
un viajero a juzgar por sus ropas polvorientas y el largo bastón que manejaba con
pericia con su mano derecha. Cuando estaba llegando a mi altura, un anciano
labrador apareció de entre los sembrados, haciéndole gestos con los brazos.
- “¿No eres tú el Profeta del Tiempo?”, preguntó jadeando.
- “Así me
llaman,” respondió el viajero con dulzura.
- “Te recuerdo bien,” logró decir el labrador entre resoplidos. “Hace muchos años pasaste por aquí cuando yo todavía era un muchacho. Conversaste conmigo y me diste sabios consejos sobre cómo vivir mi vida. Nunca los olvidé y mi vida ha sido tan feliz como predijiste.”
- “Bien te recuerdo, noble anciano. Eras un muchacho inquieto, demasiado curioso para tu edad. Solías vivir en una humilde casita a la entrada del valle.”
- “Así es,” asintió el anciano con añoranza. “Ahora vivo en una hacienda detrás de estos cultivos. Soy dueño de muchas hectáreas y muchos hombres del valle trabajan en mis tierras. Soy respetado como un gran hombre de negocios y mis hijos se han educado en las mejores universidades del país.”
- “Lo celebro,” respondió el Profeta con una amplia sonrisa. “Ten presente que así continúes viviendo tu vida como lo has hecho hasta ahora, la abundancia nunca abandonará tu hogar.”
El anciano asintió de nuevo. Después se movió inquieto y finalmente se atrevió a decir:
- “Hay otra pregunta que me gustaría hacerte…”
- “Veo que los años no han sido capaces de matar tu curiosidad,” bromeó el Profeta.
“Pregunta
sin miedo, noble anciano.”
- “He conseguido todo aquello que siempre soñé cuando era un muchacho pobre y vivía en aquella casita humilde. Tengo fama, dinero y poder; en mi mesa se sirven los más preciados manjares, he amado y he sido amado, y sin embargo, al verte ahora acercarte por el camino, una terrible duda me ha asaltado la mente. Han pasado más de sesenta años desde nuestro primer encuentro. Todo ha cambiado con el tiempo: las cosechas, el camino, el pueblo, los bosques, incluso el río y las montañas. Todo menos tú, sabio profeta. Sigues tan joven como cuando te vi hace más de seis décadas. Me enseñaste a conseguir todo lo que deseaba y todo se hizo realidad menos el don de la eterna juventud. Dime sabio profeta, ¿es que ese don está reservado solamente para los iluminados?”
El Profeta puso una mano sobre el hombro del anciano y le habló con una mezcla de ternura y autoridad:
- “No, noble anciano; la eterna juventud fue concebida para todos aquellos que habitan esta tierra. Tú supiste aplicar las formulas mágicas que te enseñé hace muchos años. Desde aquel día en esta vereda, nunca dudaste del poder de esas fórmulas y tu fe te trajo muchos bienes y felicidad. Pero olvidaste vivir tu vida desde el mundo mágico del que provienen.
Cuando
las necesitabas, entrabas en él durante unos instantes y después te apresurabas
a volver de nuevo a tu mundo de realidad, al tablero de la vida.”
- “Al tablero de la vida…,” susurró el anciano pensativo.
- “Así es,” prosiguió el Profeta. “La vida es una partida de ajedrez entre el hombre y el Señor del Tiempo. Al contrario que tú, yo habito en el Mundo de la Magia. Desde él observo el tablero de la vida y cuando llega mi turno muevo mis fichas. Después vuelvo de nuevo al mundo mágico para continuar observando. Debes ser como el jugador de ajedrez que controla la partida desde fuera del tablero. Mueve sus piezas con precisión, anticipando las consecuencias de cada movimiento. Es agresivo en el ataque y meticuloso en la defensa pero nunca pierde el temple ni siquiera cuando su reina cae herida de muerte. Despacio, con divina paciencia, reorganizan sus defensas y espera paciente el fallo del contrario para contraatacar. Ese es el secreto de la eterna juventud; debes ser jugador y no pieza. Cuando vives en el tablero, sufres como el impredecible caballo bajo la amenaza de la lanza del alfil o como el débil peón que debe ser sacrificado para proteger al rey. Es ahí, en esos momentos de flaqueza y aprensión, cuando el Señor del Tiempo te va robando la magia de la juventud. El tablero es la rueda del tiempo y a ella todos somos vulnerables, incluidos los profetas.
Sin
embargo, cuando vives en el Mundo de la Magia, estás en igualdad de condiciones
con el Señor del Tiempo. Eres capaz de ver la partida completa, de entender
porqué debes sacrificar un peón y cuál es el sentido de tus movimientos. Y no
debes preocuparte del resultado final de la partida; basta con que juegues lo
mejor que sepas. El Señor del Tiempo es gran jugador y muy difícil de vencer,
pero también es un digno vencedor y siempre ofrece una revancha a los grandes
jugadores.”
Nunca más nadie volvió a ver al anciano. Dicen los más racionales que se ahogó en el río y que las aguas se llevaron su cadáver al inmenso mar. Otros rumorean que al día siguiente de la conversación con el Profeta del Tiempo, salió de su casa apresuradamente, mascullando algo sobre caballos y peones, y nunca más regresó. Pero si algún día por casualidad estáis en ese valle durante una noche de tormenta, cuando las aguas bajan altas y hay amenaza de inundaciones, es posible que veáis en un claro de luna la figura de un noble anciano dirigiendo una cuadrilla de duendes que trabajan con fervor para proteger las casas más cercanas al río.
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