Observé
el cielo durante unos instantes. Estábamos sentados en una pradera infinita,
rodeados de miles de seres afortunados, que también habían conseguido hallar la
entrada del Mundo Encantado antes de la llegada de la gran Oscuridad. Al final
de la larga noche emprenderíamos un viaje, un nuevo viaje galáctico de retorno
al origen de los tiempos, al inicio de la creación. Sentado a mi lado, el Mago
de las Montañas también observaba la bóveda celeste con atención.
Al frente de la pradera se alzaba una montaña prodigiosa desde cuyos extremos se precipitaban dos descomunales cascadas. Regocijándose en la fuerza de la gravedad, millones de gotas saltaban juguetonas en todas direcciones. De vez en cuando, el Espíritu del Viento se unía al juego salpicando las praderas y haciendo reír a la Madre Tierra. Dos grandes cauces, tallados muchos siglos atrás por los artesanos del universo, conducían las frías aguas alrededor de la pradera, impidiendo así que ésta se inundase.
A pesar de la inquietante oscuridad, la llanura estaba bien iluminada. La luna, líder indiscutible de la última noche, alumbraba la Ciudad Perdida como solía hacerlo en el origen de los tiempos. Incluso había tejido sendos arco iris de plata alrededor de las cascadas formando dos puertas espectrales. La acompañaban miles y miles de vetustas estrellas, entre las que corrían endiabladas cientos de estrellas fugaces.
En el centro de la montaña, iluminado directamente por la orgullosa luna, se podía ver un saliente de roca, donde se había situado un altar de piedra. Dos antorchas iluminaban los serios rostros de dos Centinelas del Mundo Encantado, que parecían custodiar un bulto situado sobre el altar. De repente escuchamos murmullos y observamos un movimiento en la parte frontal de la pradera.
- “El Espíritu del Fuego,” susurró el Mago.
En cuanto dijo eso, una gran hoguera se erigió en el centro de la pradera. Era un fuego tan alto como la montaña, que se erguía orgulloso y amenazaba con quemar las solitarias nubes que de vez en cuando cruzaban lentamente por encima la Ciudad Perdida. Del corazón del fuego fue surgiendo como por arte de magia el rostro de un hombre de pobladas cejas y larga barba que lanzaba grandes carcajadas que retumbaban por todo el valle. Ante la extasiada mirada de todos los presentes, el ardiente espíritu fue expandiéndose en un cuerpo firme de músculos de acero, que lanzaba destellos de color púrpura, amarillo y azul.
Alrededor
de la hoguera, saludando y festejando la llegada del poderoso espíritu, una
multitud de duendes danzaban con desenfreno. Recordé una escena muchos años
atrás en casa del Mago y le miré de reojo. El Mago sonrió sin apartar su mirada
del fuego revelador. En la distancia resonaron las explosiones de los volcanes
que habían dado origen al Mundo de las Sombras y los viajeros se estremecieron
dando gracias por estar bajo la protección del Espíritu del Fuego.
En ese
momento, de los extremos de la montaña, cientos de sirenas comenzaron a
deslizarse grácilmente por los arco iris de plata. Entonaban hermosísimas
canciones que duraban tan solo unos segundos, justo el tiempo que tardaban en
bajar por el colorido tobogán, antes de desaparecer en las profundidades del
río. Un cortejo de delfines, los fieles emisarios acuáticos del Señor del
Universo, sirvió como pasillo de honor a una gran dama de ojos penetrantes.
Tenía la piel azulada como el hielo de los glaciares, sus cabellos eran de
espuma blanca, su rostro tenía la tersura del rocío y sus movimientos eran
delicados como la cadencia de una esponjosa nube de verano. El Espíritu del
Fuego inclinó sus altas llamas en una profunda reverencia a la cual el Espíritu
del Agua le correspondió con un gorgojeante saludo.
El fuego izó de nuevo la hoguera, levantando con él las almas de todos los viajeros galácticos. Sentí como mi cuerpo luchaba con tesón para no dejar escapar el exultante espíritu que pugnaba por unirse al Fuego de la Verdad. Pasamos un largo tiempo en pie, con los ojos cerrados y los brazos extendidos hacia el cielo, guiados por la fuerza de las llamas , escuchando en la distancia el fragor de las cascadas y la sutil corriente del río.
El Espíritu del Fuego fue acallando paulatinamente su presencia y, poco a poco, fuimos acomodándonos de nuevo en la confortable pradera. La noche había caído por completo y aguardábamos en silencio la aparición de los grandes líderes. Pasó más de una hora que se hizo eterna, hasta que por fin, el sonido hueco del gran tambor de las sabanas anunció la llegada de un gran maestro. La figura de un hombre envuelto en una túnica oscura surgió de las entrañas de la montaña. Tras saludar a los dos Centinelas, dio unos pasos al frente y se situó delante del altar de piedra, contemplando con alegría la pradera abarrotada de viajeros galácticos.
- “El Profeta del Tiempo,” susurró con emoción una jovencita sentada a mi izquierda.
- “Pensé que el Profeta del Tiempo había dejado el Mundo de las Sombras muchos años atrás,” le comenté al Mago, sorprendido de que aquella jovencita pudiese reconocer al Profeta.
- “Así es,” respondió el Mago. “Él fue uno de los primeros en regresar al Mundo Encantado. Pero antes de hacerlo, creó una gran escuela de discípulos que, como los Caminantes, recorrieron el planeta ininterrumpidamente, llegando a formar sin quererlo una verdadera leyenda de su amado maestro.”
El Profeta levantó los brazos y miró a la luna que le observaba con profunda emoción. La pradera se sumió en un silencio absoluto. Caminantes, maestros, hadas, sílfides, elfos, ángeles, águilas, cóndores, lobos y los Espíritus del Agua, del Fuego, del Bosque, y hasta el Espíritu del Viento callaron sus voces y contuvieron la respiración, mientras clavaban sus ojos y su atención en el sabio maestro.
- “Había
muchos llamados a estar aquí hoy con nosotros,” tronó la voz del Profeta. “Esta
pradera podría haber sido tres veces mayor, pero el Camino no es fácil y, como
habéis podido comprobar, está lleno de peligros y falsas promesas. Muchos
tuvieron la fortuna de llegar a caminar por la Senda de la Verdad, pero en
cuanto llegaron las primeras brumas o el Camino comenzó a transcurrir por
lugares inhóspitos, la mayoría decidió dar la vuelta y regresar a la fingida
seguridad de sus hogares. Los más fuertes de corazón continuaron sin
amedrentarse, pero al pasar por la Tierra de los Encantos, muchos sucumbieron a
la atracción de los placeres profanos, aquellos que son tan intensos como
pasajeros. Y hubo aun otros que, siendo fuertes de cuerpo y mente, consiguieron
llegar lejos en la Senda de la Verdad pero olvidaron que estaban en el camino y
aun no habían alcanzado su destino final.
Y también
olvidaron que en el Camino no existen diferencias entre el que acaba de
comenzar y el que está cerca del final. En la Senda de la Verdad el objetivo es
aprender de la jornada diaria, sabiendo que habrá una final, pero sin dejar que
esa meta controle el ritmo de la marcha o el significado de ésta. Y confiados
en sus años de exploración y espoleados por su gran conocimiento, decidieron
construir grandes pedestales a las orillas del Camino y desde allí pregonar su
conocimiento a todo aquel que pasaba a su lado. Y con ello fueron amasando fama
y poder y un día se olvidaron de que a sus pies había un Camino que nunca
habían finalizado, pues su mundo se reducía a su imaginario pedestal. Y allí
seguirán hasta que un día se den cuenta que ya no pasan más Caminantes y que el
Camino ha desaparecido.”
Los Caminantes recordaron sus múltiples momentos de duda y los maestros sonrieron al ver de nuevo los pedestales que ellos un día también habían construido al borde del camino.
Los Caminantes recordaron sus múltiples momentos de duda y los maestros sonrieron al ver de nuevo los pedestales que ellos un día también habían construido al borde del camino.
“Es parte
de la Senda,” pensó el Mago de las Montañas, “de la experiencia de ser humano.
Nadie
puede escapar a la ilusión del poder, de la fama; se la puede desenmascarar
pero no sin antes haber caído en sus redes. Es una experiencia muy dura en la
que muchos quedan atrapados, pero aquellos que consiguen escapar, aprenden la
más importante de las lecciones.”
- “Los tiempos que vivimos son tan inciertos que incluso muchos maestros dudaron que el libro sagrado pudiese estar hoy aquí con nosotros,” dijo el Profeta sosteniendo en sus manos el Libro de los Reyes. “Este libro contiene todo el conocimiento necesario para la puesta en marcha de una nueva era, para la correcta evolución de una nueva civilización.
- “Los tiempos que vivimos son tan inciertos que incluso muchos maestros dudaron que el libro sagrado pudiese estar hoy aquí con nosotros,” dijo el Profeta sosteniendo en sus manos el Libro de los Reyes. “Este libro contiene todo el conocimiento necesario para la puesta en marcha de una nueva era, para la correcta evolución de una nueva civilización.
Cuando en
unas horas atravesemos las puertas del tiempo, nos encontraremos en los albores
de una nueva aventura, de un nuevo desafío. Vosotros sois los elegidos, hoy
estáis aquí porque habéis demostrado valor, perseverancia y, sobre todo, habéis
tenido fe en vosotros mismos y en la luz que siempre ha estado con vosotros,
aunque no siempre la percibierais. Os felicito por haber llegado a la Ciudad
Perdida. Que la Luz nos ilumine en nuestro viaje.”
Una nube que parecía extraviada cubrió por unos instantes el rostro de la luna, sumiendo la Ciudad Perdida en una densa oscuridad. Cuando reapareció, la luna mostraba una amplia sonrisa que la hacía brillar con una luz tan fuerte que era imposible mirarla sin sentirse cegado por su luminosidad. En el saliente de roca se hallaba una mujer de largos cabellos grises; y detrás de ella, unida de la mano, las siluetas de una mujer altiva y la figura inconfundible del adalid de los Centinelas, el admirado Lantagar. La Ultima Reina miró a su alrededor con incontenible emoción.
- “Han tenido que pasar muchos siglos para poder celebrar esta ceremonia,” comenzó diciendo ante la expectación general. “Y aunque en su momento fue difícil de aceptar, hoy entiendo las razones del Señor del Universo, su eterna sabiduría y el porqué de esta larga espera. Hoy miro a mí alrededor, a esta vasta pradera, a todos vosotros que hoy estáis aquí, a todos vosotros que estabais también aquí hace muchos, muchos siglos, aunque no os acordéis, preparando esta ceremonia conmigo. Contemplo la Ciudad Perdida, reconozco vuestras caras, las caras de sus habitantes de antaño, pero veo con alegría que ya no sois los mismos. Ya no sois aquellos súbditos puros y llenos de amor y complacencia, sino que sois mucho más que eso. Habéis despertado vuestro potencial eterno, vuestro fuego interno, vuestra fuerza de creación. Ahora formáis una raza fuerte y unida, un grupo homogéneo que ha experimentado y sobrepasado las pruebas del Señor del Destino y se ha enfrentado y derrotado a las huestes del Gran Espectro. Hubo un tiempo en que os amé como mi pueblo, hoy os reconozco como el pueblo elegido del que habla la profecía, el pueblo elegido para iniciar la Nueva Era.”
La Ultima Reina tomó el Libro de los Reyes del altar de piedra y lo abrió por la mitad.
Buscó
entre sus páginas blancas y puras hasta hallar la página indicada. Después,
depositó de vuelta el libro sobre el altar y, abriendo los brazos en cruz,
comenzó a leer en la lengua sagrada, aquella que un día utilizó un rey de
largos cabellos amarillos para presentarse a su futuro pueblo; aquella en la
que estaba escrita una antigua canción que un día un hombre del desierto entonó
en una noche fría, alrededor de una gran hoguera. Las misteriosas palabras de
aquella lengua incomprensible lanzaban oleadas de una energía desconocida, que
se desparramaba por la pradera, impregnando los corazones de hombres y
espíritus.
Cuando
concluyó su lectura, la Reina alzó los brazos mientras lanzaba una última
invocación al firmamento y, exhausta, cayó de rodillas.
Inmediatamente los tambores comenzaron a repicar. Nadie se había apercibido de ellos pero estaban en todas partes. Primero fue uno, el viejo tambor de la sabana que había dado inicio a la ceremonia.
Después se le fueron uniendo
decenas de tambores, creando un sonido profundo que parecía emanar de las
entrañas de la Madre Tierra. Los viajeros comenzaron a incorporarse como
hechizados por el profundo repicar y a mecerse con movimientos suaves y
acompasados. Entonces se oyeron otros tambores en la distancia.
Primero
fue en el este, donde un solo tambor comenzó un nuevo ritmo, al que poco a poco
se le fueron unieron muchos otros de sus hermanos. Después fue en el norte, en
el oeste y finalmente en el sur, hasta que la pradera fue inundada por el
sonido de decenas de tambores que cantaban la historia de sus orígenes.
Provenían
de todo el planeta: Unos hablaban de selvas impenetrables, otros de arenas
recalcitrantes o de islas desconocidas, y aun otros de paramos montañosos donde
nacían los ríos, y las nieves cubrían perennemente los picos más altos. La
danza se fue haciendo más intensa, los movimientos más espasmódicos. Los
tambores aumentaron su fuerza, su cadencia se aceleró, y el ritmo del universo
comenzó a propagarse desde las entrañas de la tierra, desde las colosales
cataratas, desde la inmensa hoguera donde el Espíritu del Fuego danzaba con
total abandono, lanzando llamas de múltiples colores que emulaban a las auroras
boreales. La vibración de tambores y danzantes alcanzó entonces una sincronía
perfecta y pronto la totalidad de la pradera comenzó a moverse al ritmo de la
respiración sagrada del universo. Ya no había repicar de tambores en la lejanía
ni seres que danzaban a su compás, sino que eran los danzantes los que hablaban
el lenguaje de los tambores y los tambores los que se mecían al ritmo de los
danzantes.
De repente comenzamos a distinguir un murmullo que paulatinamente iba subiendo de tono y extendiéndose por toda la pradera. Una vez más había comenzado en algún lugar del este y de ahí se había ido propagando en todas direcciones. Cuando llegó a mis oídos, reconocí de nuevo las palabras de la lengua sagrada, aquella que nació en los albores de la creación.
- “…Dhiyo Yo Na…”
La imagen del Príncipe del Desierto acudió a mi mente y de repente me di cuenta que no le había visto desde que habíamos llegado a la Ciudad Perdida. Instintivamente abrí los ojos y quedé extasiado ante el espectáculo que tenía lugar a mi alrededor: Miles de seres danzaban y cantaban al unísono, en una armonía perfecta; los cielos se teñían de colores y formas que nunca había imaginado, y en el aire flotaba una nebulosa en la que podía sentir una extraña vibración cuando movía mis dedos a través de ella. A unos pocos metros, una silueta familiar me observaba en silencio.
Tardé un tiempo en reconocer al
Príncipe. Era un ser diferente, que parecía no haber sido castigado por los
envites del Señor del Tiempo, un ser radiante cuya silueta se confundía con la
nebulosa que envolvía la Ciudad Perdida. Pero los ojos seguían allí, aquellos
dos ojos negros en los que ahora se reflejaba una llama que ardía con tesón, el
espejo del Fuego de la Verdad, el espejo del alma.
Sonreí y cerré de nuevo los ojos.
- “Om Tat Savitur…”
Las palabras repicaron en mi mente, su profunda carga de energía impregnando cada una de mis células. De repente recordé aquella anciana melodía, recordé hombres y mujeres que habían vivido en muchas culturas y formado parte de muchas civilizaciones. Les vi crecer, aprender y morir, para después volver a nacer en otro cuerpo, en otro espacio, siguiendo una línea perfecta de evolución, cada nueva vida aportando las circunstancias precisas para la misión correspondiente. Con total abandono me uní al coro de los elegidos.
La pradera bullía con la intensidad de la ceremonia. La vibración del grupo de viajeros galácticos se elevaba desenfrenadamente, atravesando una dimensión tras otra en su camino hacia la fusión final. Fue entonces cuando una voz majestuosa se alzó por encima de los tambores. Era una voz primitiva, desgarradora, espacial, la voz de la tierra después de la lluvia, de las olas horadando la arena de la playa en su camino de regreso al ancho mar, del trueno resquebrajando el silencio de la atmósfera tras la señal del poderoso rayo. Era el aullido del lobo bañándose en la luna llena, el gemido del viento deslizándose por los pasadizos de la Ciudad Dormida, el crepitar de las raíces del árbol al ser arrancado de la Madre Tierra por el poderoso huracán.
La voz hablaba en doce tonos que se
multiplicaban por doce alcanzando todas las escalas de la creación. Dulcemente
parecía flotar por encima de la pradera atrayendo la atención de danzantes y
tambores. Poco a poco fue bajando de tono, uniéndose durante unos instantes a
la melodía sagrada que no cesaba en su progresión, hasta finalmente perderse en
las entrañas de la tierra. Cuando emergió de nuevo, lo hizo con una fuerza
inusitada. Su tono rompió las barreras del sonido y su vibración hizo temblar a
las mismísimas fuerzas de la creación. Sentí cómo la despiadada fuerza tomaba
posesión de mi cuerpo y me lanzaba al espacio sin límites. Los tambores
tronaban sin control, el canto de los viajeros se convirtió en un aullido
primario y en el espacio del no espacio, en el tiempo del no tiempo se produjo
la fusión, la eterna unión de todos los elegidos.
Cuando
tomé conciencia de la situación, me hallaba de nuevo en la pradera. El silencio
era absoluto. Abrí los ojos lentamente y miré a mi alrededor: El Príncipe continuaba
a mi lado, también el Mago y todos los otros viajeros. La hoguera seguía
ardiendo aunque el Espíritu del Fuego permanecía en un meditativo silencio. El
Espíritu del Aire se mecía con calma mientras la luna continuaba iluminando la
escena con vehemencia. La Ultima Reina estaba de nuevo en el saliente de roca,
observando la pradera.
- “Viajeros galácticos,” dijo englobando con los brazos a todos los presentes. “La ceremonia se ha cumplido, ahora somos un solo ser y en esta unidad sagrada emprenderemos nuestro viaje al despuntar el nuevo día. Es tiempo de alegría, tiempo de disfrutar de aquellos que no habéis visto en mucho tiempo y con los que ahora formáis un solo cuerpo. Es tiempo de danzas y cantos, de risas y reencuentros. Disfrutad de la magia del Mundo Encantado.”
Hubo un grito general de júbilo y los tambores volvieron a hablar. Las palabras de la Ultima Reina me trajeron a la mente a alguien a quien hacía mucho tiempo que no veía, alguien a quien estaba seguro que encontraría en la Ciudad Perdida. Comencé a buscar a mí alrededor mientras me empapaba de la felicidad que emanaban todos aquellos seres que me rodeaban. Observé risueño a los duendes del fuego cantando alegres alrededor de la hoguera, al Mago danzando con el Espíritu de los Árboles, a muchos Caminantes con los que había compartido noches frías en paramos solitarios, y con los que había mantenido conversaciones emotivas en bosques encantados.
Y de repente, entre aquel mar de cuerpos
luminosos, vislumbré unos ojos que resplandecían como ascuas. Los reconocí al
instante, a pesar de que hacía muchos, muchos años, que no los veía. Me acerqué
con calma, saboreando a cada paso la indescriptible exaltación que inundaba
todo mi ser. Nuestros cuerpos se fundieron en un éxtasis de emociones y ambigüedades.
Mientras nos perdíamos en el profundo océano de nuestras miradas, le susurré:
- “Cuando miro en tus ojos mi voz busca refugio detrás de mi garganta…”
Ella hizo una mueca de interrogación. Sonriendo e ignorando su sorpresa, continué en una especie de delirio triunfal:
- “Mis oídos se atrofian, mi dedos se paralizan, mi sangre se coagula y mis pensamientos…”
Ella río de emoción, de felicidad, de amor.
Pasamos mucho tiempo hechizados por el encantamiento del reencuentro. Finalmente, el Príncipe llegó con algunos de los antiguos miembros de su pueblo. Entre ellos se encontraba una mujer que había pasado su vida protegiendo en el silencio de una aldea perdida a un Príncipe valeroso que un día cumpliría una misión universal. Sonreí una vez más, maravillado por la absoluta perfección con la que actúa el Señor del Universo.
Juntos
formamos un gran círculo al que se unieron el Mago de las Montañas, el Espíritu
de los Árboles, el Águila Sagrada y hasta un joven tímido que un día me había
preguntado sobre el significado de la muerte. Danzamos y reímos durante toda la
noche, hasta que un tibio rayo de sol se coló entre los picos de la montaña.
Los tambores silenciaron sus voces y los cantos fueron apagándose lentamente.
La Ciudad Perdida recobró el silencio en el que había estado sumida durante
miles de siglos. Al comando de la Ultima Reina, todos los presentes unimos
nuestras manos en un círculo perfecto, un círculo sagrado en el centro del cual
se dispusieron los cinco arquitectos de la creación: la tierra, el fuego, el
agua, el viento y la energía sagrada. El sol fue bañando con sus tiernos rayos
la ladera de la montaña, acercándose al círculo sagrado donde orgulloso podía
ver el fruto del largo plan universal.
La luna
no había querido esconderse para contemplarlo en solemnidad. Observé por última
vez la belleza del Mundo Encantado y, apretando las manos que sostenía entre
las mías, cerré los ojos y me preparé para el viaje con el que tantas veces
había soñado.
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