Todas estas anomalías conforman un claro indicio del calentamiento global
y los trastornos que está causando en el clima del planeta, apuntando a una
clara relación entre la contaminación ambiental y el cambio climático.
Como
sucede generalmente a principios de cada año, algunos países publican
estadísticas sobre el clima del planeta durante el año precedente,
evidenciándose anomalías preocupantes en materia de temperaturas ambientales
durante 2012.
En efecto,
el año pasado ha sido uno de los más cálidos de que se tiene noticia, a juzgar
por los abrasadores veranos, las severas sequías y las fuertes tormentas e
inundaciones experimentadas por doquier. En particular, las cifras de EEUU
demuestran que el 2012, con una temperatura media de 17,5°C, ha sido no sólo el
más cálido desde 1998 (cuando se registró 17°C, un récord en el siglo XX) sino
que estuvo más de 2 grados por encima de la registrada en 1900, cuando el
promedio era poco más de 15°C.
El
problema no es solo el calor, que muchos alivian con ventiladores o aire
acondicionado, sino que el país ha sufrido graves sequías que han reducido en
un 40% las cosechas de granos, condenando a hambrunas a algunos países
atrasados que recibían los excedentes.
En otras
latitudes, Brasil, Rusia y Australia también han experimentado severas sequías,
mientas el norte de Argentina y el sur de China han sufrido graves inundaciones
por su excesiva pluviosidad. En Europa, donde también se mantienen registros
confiables, se han presentado fenómenos similares, con extremos climáticos poco
vistos en el pasado.
Un cuadro
claramente negativo
Todas estas anomalías conforman un claro indicio
del calentamiento global y los trastornos que está causando en el clima del
planeta, apuntando a una clara relación entre la contaminación ambiental y el
cambio climático. El gran responsable es, evidentemente, la actividad humana,
por el creciente consumo de electricidad (todavía generado en un 80% con carbón
o petróleo) y la quema de combustibles para el transporte vehicular, que
todavía sigue usando casi exclusivamente gasolina y diesel a pesar de la lenta
irrupción de los biocombustibles y un mínimo uso del gas natural.
Las señales de alarma no son interpretaciones
alarmistas de algunos celosos ambientalistas, sino el resultado de mediciones
del nivel de gases de efecto invernadero en la atmósfera, que ha subido desde
280 partes por millón (PPM) antes de la era industrial hasta los 400 ppm
actuales, ya muy cerca de los 450 ppm considerados por los expertos de la ONU
como el límite permisible para evitar el temido aumento de 2° C de temperatura
media en este siglo, lo que implicaría una evolución catastrófica del clima y
una elevación riesgosa del nivel de los océanos. Según mediciones recientes,
dicho nivel ha experimentado un aumento de 20 centímetros –comparado con el de
mediados de siglo pasado- como resultado del derretimiento excesivo de
glaciares montañosos y hielos polares durante las pasadas décadas. Y no se
trata sólo de los deshielos en las zonas árticas y antárticas, pues se ha
comprobado que el permafrost en los terrenos superficiales de regiones frías
del norte -como la Siberia, Alaska, Patagonia, Canadá y países escandinavos-
también han estado derritiéndose con fuerza, con el agravante de que tienen
atrapados grandes volúmenes no sólo de CO2 sino del temible metano,
hidrocarburo que es 25 veces más pernicioso como gas de efecto invernadero.
Junto con la producción de excesivos gases contaminantes, que atrapan el calor
del planeta y no dejan irradiarlo al espacio, se tiene la continua
deforestación de bosques tropicales, que han reducido su superficie en unos
7.000 km2 en 2012 (mayormente en la Amazonia), impidiendo que su vegetación
transforme el CO2 en oxigeno para que no contribuya al calentamiento global.
Ciertamente se ha reducido la tala de árboles en países como Brasil (antes era
el triple), pero es inaceptable que cada año el planeta todavía pierda tantos
Km2 de bosques.
¿Que estamos haciendo al respecto?
En medio de este conjunto de malas noticias del
frente ambiental, parece que no se está haciendo mucho para contrarrestar esas
tendencias, que pueden ser irreversibles una vez que se supera el límite
permisible de contaminación y temperatura. Un límite ya muy próximo y al que
hemos llegado casi sin darnos cuenta, enfrascados como estamos en combatir los
recientes estancamientos económicos, los cuales –por fortuna- han frenado un
poco la contaminación producida por la actividad humana.
Pero de todos modos
seguimos ciegos a los claros indicios del peligro inminente que se cierne sobre
el planeta, empeñados en un crecimiento constante, sin moderar el consumo de
bienes y servicios, un fenómeno bastante evidente en los países ricos que
afecta sobremanera al mundo en desarrollo, dándole de paso un mal ejemplo para
que imiten sus prácticas consumistas. En otras palabras, parece que estamos
empeñados en una carrera irracional hacia un consumismo exagerado, cuando se
debería acordar una austeridad razonable en el estilo de vida, aunque esto
signifique una desaceleración económica adicional por un tiempo, mientras se
compense la merma en producción o ventas con otras actividades. Esta actitud
austera debería estar acompañada por un aumento en la productividad general
para optimizar el uso de recursos valiosos, especialmente de los energéticos y
de agua potable, al mismo tiempo que se mejora la distribución y el almacenaje
de los alimentos, en vista de que se desperdicia más de la tercera parte de los
mismos por fallas en esas actividades.
¿Sólo buenas intenciones?
A estas alturas, contrasta el hecho de que –tras el
relativo fracaso del Protocolo de Kioto- los países más contaminantes del
planeta -como EEUU, la UE, Japón, Rusia, China y Brasil- hagan muy poco para
reducir el calentamiento global, enfrascados como están en discusiones
estériles y posiciones egoístas generadas por necesidades políticas. Así, a
pesar de las buenas intenciones vociferadas por sus mandatarios, pocos países
hablan de austeridad y eficiencia, o de medidas punitivas como la adopción de
impuestos al carbono producido por la quema de combustibles fósiles, algo que
incentivaría tanto a la industria y el comercio como a los edificios
residenciales para que se aboquen a una mayor eficiencia energética o la
adopción de energías renovables.
Lo importante es darse cuenta que estamos próximos
a sufrir una crisis ambiental de enormes proporciones, que afectaría
grandemente la calidad de vida en el planeta. Las señales de alarma ya son
evidentes a raíz de las cifras reseñadas, así que –si los gobiernos no actúan
oportunamente- le toca a la sociedad civil protestar e insistir ante sus
gobernantes para que reflexionen sobre este delicado hecho y tomen las medidas
pertinentes para evitar un probable desastre ambiental, que afectaría
negativamente la calidad de vida de todos los habitantes del planeta… y
especialmente de las futuras generaciones.
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