Estudios
demuestran que los beneficios de una meditación colectiva repercuten en los
índices de criminalidad de una ciudad; todo está unido, y el saberlo aumenta la
responsabilidad individual.
Intención,
meditación, y colectividad
Hace poco postulamos la
intención como uno de los ingredientes primordiales de la magia. Cualquier acto de ‘manipulación’ de
fuerzas intangibles para consumar un cierto efecto en un plano palpable,
implica el canalizar con claridad una intención. Cuando un individuo fija su
energía en lograr un algo específico parece que pueden ocurrir milagros –lo
cual hemos visto acontecer en distintos contextos, desde hazañas deportivas
hasta épicas historias de vida–. Sin embargo, y a pesar de que el poder de la
intención es predicado con bastante popularidad, lo cierto es que este fascinante
fenómeno ha sido pocas veces comprobado desde una perspectiva científica.
Por otro lado sabemos que la meditación es una de las
tecnologías más eficaces que tenemos a nuestro alcance para destilar nuestra
atención y, en caso de que así lo deseemos, fijar nuestra intención. Entre otras
múltiples bondades, el meditar
nos permite allanar los conductos de nuestra mente y en consecuencia
proyectarnos hacia un punto con mucho mayor contundencia. En pocas palabras, la
intención y la meditación son dos recursos que al aliarse mantienen una
simbiótica dinámica que puede arrojar resultados asombrosos.
También hemos constatado que la voluntad colectiva
potencia la ya de por sí contundente naturaleza de este ‘fenómeno’ de la mente
(¿o el espíritu?) humano, tal como
mencionamos al hablar del proyecto MeditatioSonus el cual organiza meditaciones
colectivas guiadas por sonido:
”A lo largo de la historia humana se ha probado
que la colectividad, dentro de casi cualquier contexto, potencializa la
intención. Al momento en que voluntades diversas son sincronizadas con un fin
específico sucede algo casi mágico que nos recuerda al recurrido adagio
matemático “el todo es mayor que la suma de sus partes” o, en un plano poético,
podríamos referirnos a este fenómeno como la tajante magia implícita en el acto
de unificar.”
La colectividad de algún modo alude a la naturaleza
unitaria y a la hiperconectividad que rige la existencia compartida de todo ser
(fenómeno que de acuerdo con Rupert Sheldrake, se intensifica entre miembros de
una misma especie, y que nos permite compartir enormes cantidades de data
relevante en un proceso que no depende de la cercanía geográfica y que
trasciende generaciones). Creo que al emprender algo en forma colectiva no solo
estamos reconociendo que este modelo potencia la individualidad (dos personas
pueden lograr más que una persona en el doble de tiempo), sino que incluso es
una forma de rendirle tributo a la noción de que todo, todos, estamos unidos en
un cierto plano (y por cierto ese plano pudiera ser el más relevante de nuestra
existencia).
De acuerdo a lo anterior, podemos hablar de un
singular trinomio compuesto por intención, meditación y colectividad. Y
precisamente estos son los ingredientes que involucra un ensayo realizado por
John Hagelin, titulado
‘The Poder of The Collective’. Doctor en física por la Universidad de Harvard,
Hagelin ha participado como investigador en la Organización Europea para la
Investigación Nuclear (CERN), así como en el Stanford Linear Acelerador Center
(SLAC). Actualmente preside la Fundación David Lynch y es una de las figuras
más prominentes en torno a la meditación trascendental.
El Poder de
la Colectividad
El ensayo parte de dos premisas específicas. Una se
refiere a que los índices de criminalidad están directamente relacionados al
volumen de estrés social que se registra al interior de una ciudad. La otra
asume, de acuerdo a múltiples estudios relacionados, que la meditación es una
óptima herramienta para reducir el nivel de estrés que experimenta un
individuo, y que cuando este proceso se experimenta de manera colectiva, los
beneficios terminan impactando no solo a cada uno de los involucrados en la
práctica, sino que incluso se derraman, de forma medible, en una cierta área
alrededor del grupo de practicantes.
Tomando en cuenta ambas premisas, Hagelin y su equipo
decidieron implementar un experimento en Washington DC. La capital
estadounidense es no solo famosa por ser una de las ciudades con mayor número
de crímenes en el país, también es sede de un particular fenómeno que se repite
periódicamente: durante la temporada de calor, es decir entre primavera y
verano, los índices de criminalidad aumentan (patrón que se debe a múltiples
causas aún no determinadas con exactitud). Y precisamente durante este periodo
de decidió congregar a un grupo de 2,500 personas con experiencia en meditación
profunda (número que por cierto terminó elevándose a 4,000 individuos ya que
muchas personas decidieron sumarse al grupo y aprender a meditar). La hipótesis
que originaba el estudio es que el número de crímenes registrados en la ciudad
se reduciría significativamente como respuesta a estas masivas sesiones de
meditación –ello a pesar de que en los seis meses anteriores la tendencia había
marcado un aumento en el índice de delitos–.
Colaborando con autoridades locales, el FBI, así como
con expertos criminalistas provenientes de reconocidas instituciones, entre
ellas las universidades de Maryland, Texas, y Temple, se llevó a cabo el
experimento. Para sorpresa de todos los involucrados y en contra de todo
pronóstico ‘tradicional’, los índices de criminalidad se redujeron en un 25%
(superando incluso las optimistas expectativas de Hagelin y su equipo, quienes
habían contemplado un 20%). El éxito fue tal que el Departamento de Policía de
Washington solicitó firmar el estudio como uno de los autores.[1]
Ya digerida la sorpresa inicial ante el fenómeno
constatado en dicho estudio, algo que resulta en un complemento fascinante es
la relación entre el número de personas que participaron en dichas meditaciones
y el número de habitantes que residían en Washington DC. Es decir, la
atención/intención orquestadas de solo 4,500 personas repercutieron en la
dinámica social de millones de personas. Lo anterior nos sugiere el enorme potencial
de este recurso no solo para combatir índices de criminalidad, también
conflictos de aún mayor escala, por ejemplo entornos bélicos. De hecho en su
ensayo Hagelin cita una serie de estudios realizados en los 80’s, que
confirmaron que durante los días en los que había mayor número de meditadores
en el medio oriente, las consecuencias del penoso conflicto entre israelíes y
palestinos disminuían notablemente. El primero de estos estudios fue publicado
por la Universidad de Yale[2], y se convocó a realizar
investigaciones en torno al mismo fenómeno, lo cual motivó que otros siete
estudios similares se llevarán a cabo, todos arrojando resultados en la misma
dirección.
Por si el fenómeno no fuese suficientemente
estimulante y, por qué no, esperanzador, en estos estudios posteriores no solo
se evidenció una disminución en los niveles de violencia, sino que se redujeron
los niveles de cortisol en la población (hormona que liberamos en respuesta al
estrés), aumentaron los niveles de producción de serotonina, y se registraron
positivas variaciones bioquímicas y neurofisiológicas entre la población, como
si de algún modo los beneficios concretos del meditar envolvieran a toda la
población y no solo a aquellos que la estaban practicando.
La
interferencia constructiva
Este principio fundamental de la física se refiere a
lo que sucede cuando un grupo de emisores se unen mediante una misma
frecuencia. Por ejemplo, si hay una bocina emitiendo una cierta onda de sonido
y eventualmente se le unen un par de bocinas más, entonces la emisión de las
tres se multiplicará de manera proporcional, al cuadrado, en una misma onda.
Por lo tanto, en este hipotético caso donde tenemos tres bocinas emitiendo una
misma onda, el resultado que obtendremos es la potencia equivalente a nueve
altoparlantes individuales. Este mismo fenómeno, la interferencia constructiva,
se replica en los demás ámbitos, ya sea que el rol de emisores esté
representado por bocinas, antenas o personas meditando.
La conciencia universal
Gracias a algunas de las más destacadas mentes de la
humanidad, hoy tenemos múltiples modelos que alimentan nuestra noción de que
todo está unido mediante una especie de campo omnipresente, el cual es sede de
un intercambio permanente de información entre todos los seres. Ya sea la
noosfera de Teilhard de Chardin, la conciencia colectiva de Durkheim, los
campos morfo genéticos de Sheldrake, o los planos akashikos que retoma
Stanislav Groff, cada uno de estos modelos sugieren la presencia de este manto
que nos mantiene esencialmente hiperconectados.
Curiosamente, aún estando familiarizados con este
esquema de interconexión ineludible, no deja de resultar sorprendente confirmar
que estamos permanentemente influyéndonos los unos a los otros sin necesidad de
los vínculos que se establecerían, de acuerdo a la ciencia tradicional, como
requisitos para que este intercambio sucediese. Ante este excitante enigma
Hagelin nos comparte su postura:
¿Pero cómo podemos explicar tal influencia a
distancia? Hasta ahora no hay respuestas claras, pero creo que la clave está en
la noción de que más allá de los límites físicos de la existencia humana existe
un campo unificado de conciencia pura, abstracta y universal. Y es en este
nivel de realidad, de mente no local, donde descubres que las características
del espacio son capaces, al menos en teoría, de consumar acomodos
extraordinarios. Cuando penetras hasta ese nivel el espacio comienza a cambiar,
comienza a contornearse en lo que conocemos como la espuma espacio-temporal. Y
es aquí, en la continua y espumeante agitación de la geometría del tiempo-espacio,
donde los agujeros de gusano se forman, y estos agujeros no obedecen la
causalidad einsteniana. Somos capaces de influir las cosas tanto en el pasado
como en el futuro.”
Consecuencias de la interconexión
Tras conocer los estudios anteriormente citados y una
vez transcurrido el estado de estimulante perplejidad que pueden causar (al
menos en mi caso), parece inevitable reflexionar en torno a las consecuencias
de esta sublime hiperconectividad que nos lleva a afirmarnos como unidad
indivisible. Y en medio de este ejercicio emerge una monumental sensación de
responsabilidad: tus actos, pensamientos, y palabras tienen un impacto directo
en el entorno (y por entorno quizá nos referimos al universo entero). ¿Así que,
en realidad estás listo para aceptarla? –la respuesta, creo, es solo una. Si
estamos listos, de hecho estamos diseñados para ello, sin embargo de ahí a que
la asumamos existe aún un buen trecho que solo cada quien, en lo individual,
podremos recorrer–.
Otra reflexión interesante que detona todo este
fenómeno es una especie de doble paradoja. Por un lado, más allá de épicos
intentos por movilizar masivamente a un grupo humano en torno a un objetivo
‘noble’, lo cierto es que buena parte de nuestra misión está en ‘hacer lo que
nos toca’ en lo individual. Es decir, tal vez en lugar de utilizar tu energía
enlistándote en ambiciosos proyectos de evolución colectiva lo mejor sea, por
ahora, poner verdaderamente orden en tu propia vida, con medidas como afinar tu
intención, disolver tus miedos y hacerte uno con tu lado oscuro, teniendo así
la certeza de que, ineludiblemente, estarás contribuyendo con la colectividad
(quizá incluso con mayor efectividad que por la vía explícitamente colectiva).
Y al afirmar esto tampoco podemos dejar de considerar si el concepto de
individualidad existe en realidad (pues todos estamos influyéndonos mutuamente
todo el tiempo, pero esta es otra historia).
Entonces por un lado parece que fortalecer tu unión
contigo mismo y buscar la congruencia de acuerdo a tu propio código de
principios es la vía más concreta para favorecer el famoso ‘despertar’
colectivo. Lo cual resulta en sí paradójico. Pero la segunda paradoja radica en
que una vez establecido este camino, el de la evolución individual, entonces
muy probablemente notarás que la fuerza que estás utilizando para lograrlo es
provista, en buena medida, por la influencia que ejercen el resto de ‘otros
yo’s sobre ti’, y en este sentido jamás será una labor personal sino siempre
unificada. Y en este punto la dislexia envuelve mis proyecciones, lo cual me
produce una leve confusión (por suerte insuficiente para desanimarme) y debo
remitirme una vez más a que la mayor aportación que puedo entregar a ‘la nave
tierra’ (en términos de Bucky Fuller) es simplemente enlazar mi propia
narrativa de vida con el sendero de la evolución compartida –hacer lo que me
corresponde con la conciencia que al llevarlo a cabo estoy facilitando esa
misma labor a la gente que me rodea, y que en el momento en que generemos una
orquesta suficiente para que su efecto multiplicador arropé al resto de los
seres, entonces la fiesta de la conciencia habrá realmente comenzado–.
En fin, hoy más que nunca sé que el futuro no es lo
que solía ser, y que su diseño depende de mí (que soy tú), de ellos (que somos
nosotros), y de todos (que somos uno en la nada).
Twitter del
autor: @paradoxeparadis / Lucio Montlune
[1] Social Indicators Research 47:153–201, June 1999
Fuente
Pijamasurf
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